zitrika

Mirandome el ombligo

viernes, 11 de mayo de 2007

HISTORIA DE UN ÚLTIMO AMOR


Mi abuelo llevaba varios meses postrado en una cama sufriendo una asepsis, una de esas enfermedades que van destruyéndote poco a poco hasta borrar todos los recuerdos que tienes. Mi madre llevaba semanas diciéndome que iba a morir y yo, en cierto modo, me negaba a aceptarlo pero, en realidad, sabía que era verdad.
Mi abuelo contaba con mi abuela que le quería con locura y le miraba con una ternura maravillosa: sus ojos claros se llenaban de vida, la pupila se le dilataba y lucía una sonrisa conmovedora.
Mi abuela intentaba convencer a Servando, mi abuelo, de que luchara, pero ella sabía que no le quedaba mucho tiempo. Y en la tarde del 17 de enero murió. Mi hermano contaba que había muerto luchando, como quería morir. Yo, esa tarde había ido a buscar a mi hermana al colegio, y cuando llegamos a casa vimos a mi madre en el salón, estaba melancólica, mis primas miraban sin comprender lo que pasaba pero yo adiviné al instante lo que ocurría. Mi abuelo había muerto.
Durante varios días no pude dormir porque no me había despedido de mi abuelo y en el entierro, al que acudieron más de 100 personas, no paré de llorar. Servando sufrió poleomelitis de pequeño y siempre, o al menos desde que lo conocí, llevó muletas. Pero vi fotos de la boda de mis abuelos y ahí andaba cojeando pero sin muletas. Era un luchador, montó la primera casa de mis padres, hizo los planos y ordenó a mi padre y a mi tío llevar las herramientas necesarias para el trabajo. De lo demás se encargó él.
Mi padre y mi abuelo se llevaban de maravilla. Yo disfrutaba viéndolos juntos, leyendo poemas o recitándolos en medio de la comida. Mi abuelo llamaba a mi padre romancero y Carmen, mi abuela, reía, pues más de una vez Servando había hecho poemas para ella. Mi padre siempre decía que Servando era el padre que nunca tuvo, y el día en que Servando murió fue la única vez que lloró en su vida. Mi abuelo era aquel que cuidaba siempre de sus hijos y nietos, aquel que era capaz de reírse de si mismo, aquel que te reñía por correr en el pasillo y a los dos minutos te pedía perdón.
Servando era un hombre que contaba leyendas en la comida sobre su pueblo: Ejulve, odiaba a los políticos y a Carmen Sevilla. Amaba al Real Zaragoza, mi hermano cuenta que a punto estuvo de romperse la pierna al celebrar el gol de Nayim en La Recopa, y no paró de insultar durante una semana a Mejuto González por pitar un penalti inexistente al Real Madrid cuando jugaba frente al Zaragoza. Mi madre contaba que durante su época en el instituto le mandaron construir un barómetro, mi abuelo le ayudó y el barómetro quedó tan bien que la profesora suspendió a mi madre porque creía que lo había comprado en la tienda de la esquina, Carmen ordenó a Servando que fuese a reclamar el aprobado a mi madre y mi abuelo fue. Al final mi madre tuvo un sobresaliente. Servando quería a sus hijos y les mimaba mucho, tanto como a sus nietos. Siempre nos regañaba y a los diez minutos nos pedía perdón y se sentía culpable.
La primera pregunta que le hizo a mi padre fue si era creyente, eso el día en que se conocieron, mi padre respondió que no. No sé cual fue la reacción de mi abuelo pero sé que mi familia siempre había sido muy religiosa. Mi abuela tenía un collar de Jesucristo crucificado, lucía el mismo emblema en la pared de su habitación y nos hacía esperar en nochebuena para abrir los regalos por ir a la misa del gallo. Mi abuela había sido siempre fiel a Dios, aunque no tanto como a mi abuelo pues en los últimos días de Servando se saltaba todas las misas por cuidar a su marido; mi tía, que siempre había creído en la brujería, decía que por eso dios había matado a Servando, porque Carmen había preferido a mi abuelo antes que a él. En mi familia todos creían que mi tía estaba loca.
Mi abuela cayó en una depresión durante unos tres meses tras la muerte de Servando decidió que cada mes, cada día 17, escribiría una carta a mi abuelo. Se iba al cuarto de mi hermana pequeña y escribía. Nadie sabía donde guardaba mi abuela aquellas cartas.En uno de esos 17 creo que era en Marzo llamó Mariano. Yo había caído en una de mis jaquecas y estaba en casa por la mañana. Mariano era el mejor amigo de Servando y nos visitaba muchos días. Mi abuela conversó con él durante horas, yo, cotilla por naturaleza, me puse al lado de la puerta e intenté oír algo de lo que decían, hablaban de un terreno y de cartas. Mi abuela salió de la habitación y me preguntó qué tal estaba, le dije que mejor.
Pero la distracción de ir mirando pájaros no fue suficiente y no paré de pensar en la llamada de Mariano, no tenía ni idea de lo que ocurría y me extrañaba que mi abuela se comportase así; mi abuela, pensé, que siempre había sabido manejarse en todo tipo de situaciones. Los meses pasaron y de vez en cuando llamaba Mariano: mi abuela decía que estaba empeorando bastante de salud. Carmen estaba muy pensativa esos días, antes de acostarse, y no se dormía hasta tarde. Yo la observaba y no le comenté a nadie lo de las llamadas de Mariano. Una mañana, en la que padecía una de mis jaquecas, llamó de nuevo Mariano, corrí al Estudio y cogí el teléfono, solo oí como se despidieron y dijeron algo sobre un terreno llamado Pistolo. Descolgué el teléfono y fui a hablar con mi abuela, le iba a contar lo que sabía y lo que había oído por teléfono, incluso llegué a pensar que tenía un rollo. Le conté todo y miró al suelo.
-Cada vez te pareces más a tu abuelo, el siempre fue un poquito cotilla, pero lo que te voy a contar no debes decírselo a nadie hasta que yo te diga cuando puedes hacerlo. ¿Vale, cariño?-dijo mi abuela con tono de complicidad.
-Vale, abuela.
-Antes de morir, el abuelo le entregó unas cartas a Mariano y le pidió que se las enterrara en un terreno que tenemos al lado de Ejulve. Le dijo que hablará conmigo y las desenterrásemos pero Mariano se ha puesto muy enfermo y necesitamos ayuda.
-Abuela, ¿puedo ir yo? -Habla con tu madre, dile que vamos de viaje a ver a tus amigos del pueblo.
Y así lo hice, me sentí mal por haber pensado que mi abuela podía tener un rollo con Mariano, y más porque le había dicho a Carmen lo que pensaba acerca de un posible lío entre los dos.
Una mañana me despertó mi abuela, había convencido a mi madre y fui con ella. Cogimos el autobús y nos acercamos a casa de Mariano, nos llevó su hijo.
Durante el trayecto Mariano no paró de hablar con mi abuela por lo bajo. Seguía sin tener un gran presentimiento de sus intenciones, en realidad jamás me cayó demasiado bien. Llegamos a un terreno bastante grande, y al lado de una cueva rodeada por un pequeño estanque había una gigantesca cruz. -Aquí es- dijo Mariano, tosiendo.El hijo de Mariano y yo no paramos de cavar hasta que tocamos con una caja de porcelana dorada y negra bastante hermosa en mi opinión. Se la di a mi abuela y la abrió, había muchas cartas, todas para cada uno de los miembros de su familia.
Mi abuela leyó la suya: “Para Carmen. Querido amor, cuando leas esto yo ya estaré muerto pero quiero que sepas que no ha pasado un sólo día de mi vida en el que no te haya amado tan locamente como el día de nuestra boda. Cuando éramos jóvenes recuerdo que tenía dos proposiciones de matrimonio: la tuya y la de la tú mejor amiga, he de decirte que te elegí a ti por tu hermosura y porque tu mejor amiga habló mal de ti para casarse conmigo y yo le dije que jamás escogería a una mujer que traiciona a su mejor amiga por un hombre. Y ahora te digo que tras tantos años juntos jamás me he arrepentido de elegirte a ti”-.
Mi abuela rompió a llorar. Leí la mía e hice lo mismo. Nos llevamos las cartas a casa para dárselas a todos los familiares. En la caja de porcelana mi abuela dejó todas las cartas que había escrito y yo dejé una en la que por fin me despedía de mi abuelo. Así al menos, me sentí mejor. Mi abuela me cogió del brazo y enterré el cofre.
-Siento haber pensado mal de ti, abuela, soy un imbécil-le dije .
-No pasa nada, hijo mío, no pasa nada. Venga vamos a casa-dijo entre sollozos.
Al llegar a casa entregamos las cartas y contamos lo ocurrido.Desde aquel día, creo que un vivo puede amar a un muerto y si desde algún lugar mi abuelo ve a mi abuela la seguirá amando como el primer día.
Por Jorge Rodríguez Gascón. 3ºB

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